Diez años después de mi divorcio me surge casualmente una interrogante:
Después de haber amado a una persona de manera inconmesurable; de haber visto la vida y el mundo por sus ojos; después de adoptar sus labios, cerebro e ideas para expresarse; después de respirar los despojos del aire que respiraba y aún así sentir que el viento soplaba puro y libre; después de morir por su calor, su cercanía, su voz; después de reinventarme a diario sólo para complacerle, mover los muebles para ser diferente y convertirme más que en una chef, en una científica de la cocina para hacer inolvidable el sabor de mis sentimientos...
¿Cómo diablos es que ahora no lo puedo ni ver, cómo es que si lo veo me dan náuseas, si lo escucho me pongo de mal humor, si me saluda dándome la mano voy a lavarme las manos; si tengo que hablar con él tengo que sacar de abajo para no morir de un pique... cómo es que después de haber amado tanto tenga esa misma capacidad para odiarlo con todas las fuerzas de mi alma, de mi vida y de mi corazón?
Porque es que no lo soporto, es que tenía los ojos en mal sitio cuando me enamoré, pero Dios mío... pero eso no es nada, lo peor de todo es que tengo que tragarme las naúseas, el odio y el asco cada vez que ese maldito pasa por mi casa a buscar a mi más preciado tesoro: nuestra hija.
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